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MI ABUELO HENRY VIII: CRÓNICA DEL ÚLTIMO REY

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Caricatura de Enrique VIII (autor: Gabriel Torres Chalk)

Lo más impactante de mi abuelo Leslie Chalk eran sus babuchas. Dos naves acolchadas, gloriosamente ajenas al decoro moderno, que surcaban la moqueta del salón con la majestuosidad de un galeón Tudor. Henry VIII

Observo la imagen de mi abuelo y ascienden desde los sótanos de la imaginación una serie de sentimientos encontrados: nostalgia, ternura, y una incómoda sospecha de que el linaje puede ser una broma cósmica con muy buen maquillaje.

Henry VIII me enseñó a jugar al ajedrez y a beber whisky escocés Glenrothes. Aunque los historiadores discrepen -y suelen hacerlo con un entusiasmo neurótico-, yo sostengo que fue él quien me susurró las reglas del enroque entre dos sorbos de malta de 18 años. No el rey original, claro. El de Holbein. En realidad, era mi abuelo Leslie, que había logrado la más insólita de las hazañas: fundirse con el retrato. Porque estás mirando los ojos del Rey Henry VIII. Pero también estás viendo los ojos de Leslie Chalk, mientras sostiene una pipa de raíz de brezo como si se tratara del orbe real y le lanza una mirada a la cámara que dice: «Sé exactamente lo que estoy haciendo, pequeño Aquiles.”

En el espacio de la intimidad se construye el relato, y ahí, en ese terreno ambiguo entre la ficción dinástica y la verdad doméstica, crece el mito de mi abuelo. La fotografía en blanco y negro que cuelga en el pasillo -justo antes del baño, donde antes estaba la biblioteca, que fue desalojada tras la aparición del rascador del gato- muestra el enorme parecido con el Rey. Mi abuelo lo sabía. Claro que lo sabía.

No lo decía con palabras. Actuaba. En Nochebuena, entraba al comedor con una capa de terciopelo rojo robada del guardarropa del coro de la iglesia metodista y gritaba: “¡Que alguien ejecute al pavo!” A continuación, se servía él mismo una generosa ración de stuffing mientras la familia aplaudía entre risas y un poco de respeto.

Decía tener su propio cabinet of curiosities, instalado en el cobertizo del jardín. Allí acumulaba objetos de dudosa procedencia pero incuestionable autoridad: una pezuña de jabalí con monóculo, un mechón de pelo de Ana Bolena (según él, arrancado en un baile de máscaras en 1532), y un sombrero de fieltro que, juraba, tenía la forma exacta de la isla de Wight, si la mirabas con una copa de oporto en la mano y suficiente fe.

Ese cobertizo era su corte. Y nosotros, los nietos, sus cortesanos: nobles con deberes escolares. Cada vez que un político aparecía en televisión, mi abuelo fruncía el ceño y murmuraba: “Ese cabrón no dura ni un mes en la Torre de Londres.”

Y aunque mi abuelo Leslie no ejecutó esposas, ni disolvió monasterios, ni escribió tratados teológicos, sí escribió una carta al editor del Times sobre el lamentable estado del pudding en los supermercados de Yorkshire. Y firmó: “H. R. M. Leslie Henry Chalk.”

¿Qué hace una higuera en la entrada del pueblo con una placa dedicada a mi abuelo? Lo ignoro. Como se ignoran los milagros botánicos y los decretos municipales redactados en tardes de brandy. Supongo que la plantaron en honor a su mandato como alcalde, ese reinado breve y excéntrico que aún se recuerda con una mezcla de temor reverente y anécdotas alcohólicas y alguna que otra pistola, reliquia de la segunda guerra. Pero es más importante el cuadro con su imagen que preside la mesa de pool del pub.

Lo colocaron ahí tras un torneo legendario en el que, cuentan, venció a tres campeones locales con una sola mano -la izquierda, y con guantes- mientras recitaba pasajes de Shakespeare y hacía apuestas en latín.

Todo esto debe ser considerado como dicho por un actor. He aquí, para empezar, un cuadro: una composición de humo, óleo y delirio. Es la porción de placer que el crítico se ofrece a sí mismo al empezar su quimera. Y yo, en este acto de evocación heráldica y absurda, me convierto también en crítico de mi propio linaje.

Un cronista menor del siglo XXI que insiste en que el tiempo es una espiral y que las babuchas de mi abuelo fueron, en efecto, una forma avanzada de arte performativo. Una obra de arte, vamos. Sí, es un placer de fascinación por quien doblan las campanas. Doblan por él, por Leslie Chalk, también conocido como El Séptimo Enrique, o como El Duque de la Camomila, por su costumbre de dormirse en los Consejos de Distrito con una infusión en la mano y la Constitución en la otra.

Porque mire donde mire, aparece el retrato de Henry VIII. Y en mis sueños -¡ah, mis sueños!- ese retrato se pliega, se funde, se condensa, como una fotografía revelada en té negro, sobre la figura de mi abuelo, que a veces también se parece mucho a Orson Welles. Especialmente en su etapa tardía, con la voz que parece haber atravesado todos los desiertos del alma humana. La confesión, o la auto-ficción. Dos términos que, en esta casa, se usan indistintamente, como Sir y Love.

Archibald De Plumworth, cronista oficial del Reino de Chalkshire, a la sombra de una anacrónica higuera municipal y con una copa de Glenrothes en la mano.

GABRIEL TORRES CHALK

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Imagen: Caricatura de Enrique VIII (autor: Gabriel Torres Chalk)

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