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LA OSSA Y LA CESTA DE PITA: IBIZA A RITMO DE FREE JAZZ

Autor del dibujo: Gabriel Torres Chalk

Ibiza empezó a sonar diferente el día que conocí a Axel. Diferente como un compás de 7/8 colándose por las persianas de una casa blanca y azul en mitad del campo. Un golpe de caja a destiempo, un plato que no quería caer en cuatro, un ride que se empeñaba en escribir otra línea de costa sobre el mapa de la isla.

No recuerdo la primera vez que escuché la palabra free jazz, pero sí recuerdo el primer golpe de batería que me sacó de la cuna de la infancia y me arrojó, sin avisar, al corazón azul del mundo: se llamaba Axel. Me dijeron que le llamaban el batería de Hamelin, pero para mí, niño metido en un cesto de pita atado al manillar de una Ossa verde, Axel era el tipo de atrás que reía fuerte y hacía sonar el metal incluso cuando no había batería delante.

Yo tendría pocos años. Pero recuerdo con precisión la Ossa verde de mi padre a quien llamaban Pep es Ràpid: el depósito como una ballena vintage, el cuero del asiento cuarteado por el sol, el olor a gasolina mezclado con salitre, el siroco arreando a las sabinas. Detrás iba Axel, el batería, con algún instrumento colgando —una caja, un hi-hat desparejado, un plato envuelto en una funda raída, una caja, un charles despiezado— y delante, en un cesto de pita que mi padre había apañado con remiendos de la abuela, iba yo en ese milagro logístico llamado cesta de pita, mirando el mundo venir de cara, con los pies colgando y los ojos abiertos como platillos. Ahí empieza, para mí, Ibiza a ritmo de free jazz: a veces pienso que esa cesta de pita fue mi primer club de jazz: un espacio mínimo, inestable, donde el riesgo y la alegría iban siempre a la misma velocidad que la moto.

Axel formaba parte de esa primera generación de músicos que vivieron el despertar de la isla, desde finales de los sesenta. Mientras el mundo miraba a la luna y a Woodstock, aquí había gente probando otra cosa: un archipiélago de compases torcidos, standards deformados en mitad del campo, jam sessions en casas perdidas y rodeadas de limoneros sin dirección postal, ristras de ajos y guisado de huevos.

Entre bolo y bolo Axel enseñaba Guten Tag y declinaciones a unos cuantos, incluido mi padre. De alguna manera el alemán entró en nuestra familia como entra un solo de saxo: primero incómodo, luego inevitable, luego parte del paisaje. Algunos días, la cita era con la Ibiza Jazz Quartet. Yo no podría reconstruir hoy la formación exacta —la memoria hace cortes de montaje raros—, pero sí recuerdo la sensación de banda: un pequeño grupo de tarados que a veces nombraban a Vietnam empuñando la trompeta, contrabajo, trombón, piano desajustado, algarrobas secas, uñas de cabra y la batería de Axel al fondo, marcando algo más que el tiempo.

Mi padre aparecía en casa con esa sonrisa de hoy hay lío, me colocaba el sombrero de paja demasiado grande, me encajaba en el cesto de pita, y arrancábamos la Ossa. Axel nos esperaba en algún punto del camino, con un estuche colgando del hombro. Subía detrás, golpeaba el depósito con las baquetas como quien afina y la moto se convertía en un pequeño convoy de free jazz rodando por los caminos de tierra de la isla. Esos trayectos me enseñaron lo esencial: que la música no empieza en el escenario, empieza mucho antes. Empieza cuando un batería se sienta incómodo en el asiento trasero de una moto, sosteniendo un instrumento como si fuera un timón. Empieza cuando un niño va delante, en un cesto de pita, mirando cómo el horizonte se mueve al mismo ritmo que el motor.

Esa cesta era mi platea privada. Desde ahí, a modo de salamandra, vi muchas cosas: las curvas de la carretera convertidas en fraseos de saxo, las fincas encaladas apareciendo y desapareciendo como acordes suspendidos, los almendros haciendo de arpegios blancos en invierno, los olivos reproduciendo los sonidos espirituales del siroco que venía del sur, sudeste. Cuando pienso en mi educación sentimental, tengo claro que tuve una escuela genial en aquel cesto improvisado.

Uno de los epicentros de aquellas locuras era la casa de Graham Coughtry, el trombonista canadiense al que Axel llamaba con cariño, el chiflado. Graham no era sólo músico: era un pintor relevante de la escena canadiense. Su casa era sobre todo una extensión física del free jazz de la salamandra moteada. Estaba en la zona de Santa Eulària, colgada entre el campo y el mar, y tenía algo de escenario sin público fijo. En la cocina se mezclaban olores de sofrito ibicenco con humo de hierba, guisat d ́ous, café recalentado de esos que llamaban americano y el metal agrio de los instrumentos. En el salón los gatos se entretenían arañando algunos lienzos: figuras flotando, colores espesos, cuerpos medio borrados. A mí me parecía que aquellas pinturas sonaban; que si te quedabas callado un rato, podías oír el trombón dentro del óleo. A veces me quedaba como hipnotizado junto a la tribu de gatos que después llamaríamos los Jazz Stray Cats.

No es casualidad que, años después, un cineasta canadiense rodara un documental titulado Graham Coughtry in Ibiza, un retrato de ese caos luminoso que nunca llegó a emitirse entero porque, al parecer, todo se fue un poco de las manos. Me gusta pensar que, en algún fotograma perdido de ese metraje, se intuye a Axel golpeando algo —una caja, una mesa, una botella, unas espardenyas— mientras mi padre intenta traducir un chiste del alemán al inglés y yo me escondo con los gatos detrás de una mecedora.

Ibiza, vista desde ahora, parece una sucesión de clichés: discotecas enormes, afters que nunca acaban, DJs salvados por la campana del marketing y mucha pose. Pero en aquella época —finales de los sesenta, primeros setenta— la isla estaba todavía afinando. La llegada de los hippies, los vuelos baratos, los barcos con sus despedidas de papel higiénico, los artistas exiliados, los elefantes y buscadores de algo que no sabían nombrar, la Joven Dolores…todo eso fue, en cierto modo, una gran improvisación a varias manos. El free jazz de Axel y compañía no sonaba en grandes festivales

ni en carteles fluorescentes. Sonaba en casas que hoy llamaríamos con el glamour del siglo —off-space, en bares sin redes sociales, en plazas pequeñas donde algún turista despistado se quedaba sin norte, fascinado por ese sonido que recogía la entrañable locura de una resistencia y de una libertad.

Ibiza se despertó a ritmo de free jazz porque, mientras otros diseñaban el futuro de la isla en términos de especulación, ladrillo y camas turísticas, Axel y sus colegas estaban probando otra cosa: una libertad que no consistía en hacer lo que te diera la gana, sino en escuchar a los demás y atreverse a responder sin saber del todo hacia dónde iba la frase. Free jazz es eso: una conversación azul y radical entre la sargantana y el horizonte. Y no deja de ser irónico que una isla que luego se vendería como paraíso de la libertad tuviera, en sus inicios modernos, una banda sonora tan poco domesticable.

Yo crecí en Es Freus, entre esas dos fuerzas o corrientes: por un lado, la Ibiza que empezaba a disfrazarse para el turismo; por otro, la Ibiza que ensayaba en salones llenos de cables, botellas, niños dormidos en sofás y torres de defensa, cuadros medio acabados y atriles cojos. Recuerdo a Axel corrigiendo un tiempo muerto de mi infancia. Un día le dije que no entendía por qué su música sonaba como Es Freus. Él se quedó pensando un segundo, dio una calada profunda y me respondió: no está desordenada, está buscando otro centro. Cuando todo el mundo aplaude en uno, tú tienes que descubrir dónde te late el dos. Aquella frase se me quedó grabada.

Años más tarde, cuando empecé a escribir, entendí que la literatura que me interesaba hacía exactamente eso: buscar otro centro. Desplazar el aplauso. No subrayar lo obvio, sino el contratiempo. La cesta de pita, mi altar parcheado fue, sin que yo lo supiera, una escuela de forma. Un conservatorio salvaje donde se estudiaba a Ornette Coleman y a Coltrane, sí, pero también a los payeses del bar de la esquina y los palangres de mi padre, a las abuelas que miraban desde las puertas, a los niños que jugaban entre cables como si fueran lianas sonoras. En aquellas clases —que a veces terminaban en ensayo, y otras veces empezaban directamente en el ensayo— se mezclaban los verbos fuertes con los standards. Mi padre volvía a casa con frases en alemán y con ritmos nuevos en los dedos. La gramática y el swing compartían la misma libreta. Recuerdo un día, mi padre me dice:

—Agarra el cesto…hoy vamos a casa de Graham. Axel viene. Ensayo del Ibiza Jazz Quartet.

—¿Y yo? —pregunté, pequeño accionista del caos.

—Tú vas en la cesta —respondió, como si hablara de un VIP.

Y ahí iba yo: delante, con el viento en la cara; mi padre al mando de la Ossa verde; Axel atrás riéndose, con esa carcajada grave que parecía otro tom de la batería; y, en medio de todo, la isla, creciendo, abriéndose como una flor eléctrica al paso de los años setenta. El free jazz, en Ibiza, tenía otra textura. No era solo la rebeldía sonora que llegaba de Estados Unidos o de Europa: era el eco de una isla que pasaba de ser refugio de contrabandistas y pescadores a convertirse en punto de fuga de hippies, artistas, buscadores de horizontes.

Mientras algunos miraban las playas, otros escuchaban el ruido de fondo de ese cambio. Axel era de estos últimos. Desde el taburete de la batería parecía sostener con los brazos el tránsito de una época. Tenía el swing en la mano derecha y la anarquía en la izquierda. Había en su forma de tocar algo de profesor de idiomas y algo de chamán: traducía el caos en patrones y luego los rompía a propósito.

La moto, la cesta de pita y el free jazz forman, en mi memoria, una trilogía extraña. Hay un trayecto en particular que vuelve una y otra vez: tarde de verano, la luz empezando a ponerse oblicua, la carretera no tan llena de coches de alquiler como hoy, el rumor del mar siempre presente y los tres avanzando hacia algún bolo o ensayo.

Autor del dibujo: Gabriel Torres Chalk

Años después entendí que aquello era una lección adelantada: antes de saber lo que era un compás irregular, yo ya lo había vivido en la piel. Ibiza, en la mirada de Axel, no era la postal que vendrían a explotar más tarde. Era un laboratorio. Un lugar donde la geografía se convertía en partitura: las olas en ruido blanco, las cigarras en hi-hats, las voces de los mercados en un coro atonal de fondo.

A veces, cuando escucho un solo de batería que se desarma y se reconstruye sobre sí mismo, vuelvo sin querer a aquellos caminos. Vuelvo a sentir el miedo ligero y la excitación, la cesta de pita vibrando, y la risa grave de Axel detrás, empujando el aire. Ibiza, a ritmo de free jazz, sigue siendo para mí eso: una isla que se despierta cada día un poco más tarde de lo que dicta el reloj, pero justo a tiempo para el siguiente solo. Y en el fondo de ese solo, aunque nadie lo sepa, todavía suena la baqueta de Axel contra el hierro de la moto, marcando un compás que solo los críos en cesta de pita y los chiflados del trombón sabrían reconocer.

Hoy, cuando vuelvo al pasado y escucho cómo suenan las noches, me pregunto qué habría pensado Axel de este presente. Seguramente se habría reído, habría soltado algún comentario en tres idiomas a la vez y luego, si le dejaban un rincón de escenario y una batería más o menos decente, habría encontrado la manera de colar un compás extraordinario dentro del cuatro por cuatro más comercial del verano. Porque Axel tenía algo que muy pocos tienen: no sólo contaba el tiempo, lo doblaba. Podía estar tocando un estándar y, de pronto, abrir un agujero en mitad del tema para que los demás se asomaran. A veces nadie se atrevía a saltar y entonces él mismo cerraba el agujero con un redoble, como quien dice “tranquilos, era sólo una broma”. Otras veces, sin embargo, alguien se lanzaba y allí ocurría la magia: el tema se convertía en otra cosa, la noche en otra noche, el bar en un pequeño laboratorio de física cuántica al que le ha dado un siroco.

Ese color y esa libertad, esa capacidad de doblar el tiempo es, creo, lo que queda de aquella Ibiza. Más allá de las fotos en blanco y negro, de los carteles amarillentos, de los llaüts y de las historias que se exageran con los años, lo que perdura es la sensación de que se podía vivir a contratiempo sin pedir disculpas.

Escribo esto muchos años después, con la perspectiva inevitable de quien ha visto la isla transformarse, encarecerse, llenarse, vaciarse, reinventarse, banalizarse. Podría caer en la nostalgia fácil pero sería traicionar el espíritu de Axel y de aquella banda. Ellos no tocaban para congelar el tiempo, sino para empujarlo.

Ibiza a ritmo de free jazz no es un lema para una camiseta. Es, para mí, una manera de nombrar esa corriente subterránea que todavía recorre la isla: la de los gatos que se juntan en una casa perdida, la estética de un botijo en un estudio precario, en un bar que se resiste a desaparecer, para improvisar algo que no sabe cómo va a terminar.

A veces, cuando escribo, cierro los ojos y vuelvo a la cesta de pita. Siento el motor de la Ossa, noto la vibración de la carretera, oigo la risa de Axel detrás, escucho cómo golpea con los nudillos el depósito, marcando un ritmo invisible. Y entiendo que mi trabajo, ahora, es seguir esa pulsación: escribir como él tocaba, dejándome llevar por el contratiempo, confiando en que, en algún lugar entre el silencio y el ruido, la isla sigue despertando.

Había noches en que la isla nos devolvía a casa completamente desordenados por dentro. Después de alguna sesión de música y hierbas varias en casa del canadiense o en cualquier salón improvisado, mi padre me rescataba del sofá, me colocaba en mi cesto de pita y la Ossa verde rugía otra vez hacia la carretera. Axel subía detrás, más risueño que sobrio, con las baquetas asomando del bolsillo trasero como si fueran antenas captando otra emisora. El aire olía a campo, a gasolina y a algo que sólo mucho después aprendí a llamar libertad.

En esas vueltas, cuando ya nadie vigilaba el compás, cambiábamos el inglés de los standards por el mantra del dios Bes:

—Anarem a Sant Miqueeeeeel! Anarem a Sant Miqueeeeeel!

Lo cantábamos a pleno pulmón, como si no hubiera un mañana y la carretera entera fuese una procesión laica hacia el norte de la isla. El eco se nos quedaba pegado en los dientes y cada curva era una especie de solo de guitarra invisible. Yo, en mi cesto, veía las luces de los caseríos como si fueran notas colgadas en un pentagrama oscuro. Me iba tragando todos los mosquitos, hojas, y polvo del camino. Al llegar a casa parecía todo un Huckleberry.

En una de esas noches sucedió algo que mi memoria ha decidido conservar más como mito que como anécdota. Íbamos en la Ossa a toda mecha, el balbuceo de Anarem a Sant Miquel subido de tono, cuando de pronto dejé de escuchar la risa de Axel detrás. Mi padre no frenó; tal vez no se dio cuenta, tal vez el propio Axel había decidido desmaterializarse en mitad del estribillo. Cuando miré hacia atrás el asiento estaba vacío, el viento ocupando su lugar como un invitado más. No hubo susto ni drama en mi recuerdo: sólo una especie de certeza infantil de que en Ibiza era perfectamente posible que un batería de free jazz desapareciera de la moto en mitad de un mantra motorizado y reapareciera, minutos después, riéndose en el próximo bar.

Aunque ya no podamos verlo como entonces, hay noches en que, si afinas bien el oído, todavía se escucha: un golpe de caja fuera de sitio, un trombón desafiante, una voz mezclando idiomas al borde de la barra. Es Axel, marcando otra vez la entrada, invitándonos a tocar —y a vivir— Ibiza, una vez más, a ritmo de free jazz.

Si pienso en la marisma del tiempo como diría Ted Hughes, en su textura exacta, no veo playas ni postales, veo eso: la Ossa verde empujando la noche, el grito desafinado de Anarem a Sant Miqueeeeeel!, el hueco de Axel convertidos en misterio, y yo, pequeño, en mi cesto de pita, sintiendo que el mundo era apenas unos cuantos fotogramas enhebrados al mimbre de la felicidad.

Por Gabriel Torres Chalk

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