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HUMBERTO AK’ABAL: QUE CADA TEXTO SEA UN ANIMAL

Era un día limpio y salino como los que nos regala Cala d’Hort en la primavera temprana. La sal quería entrar en el diálogo, mientras el poeta decía: “no es que las piedras sean mudas, sólo guardan silencio.”

La frase rodó entre nosotros como un guijarro perfecto: sin aristas, con una redondez que pedía ser tocada. El mar, obediente, asentía con un rumor de sílabas perezosas. A partir de ahí, hablar con Humberto Ak’abal fue aprender que el mundo no necesita que lo expliquemos: basta con escucharle.

La voz serena, la risa que abría el espacio, el gesto de quien escucha primero y escribe después. Humberto Ak’abal (Momostenango, 1952–2019), poeta maya k’iche’, escribió como quien coloca el oído sobre el suelo para oír a los animales que se acercan. Su poesía es una geofonía: piedras que cantan, pájaros que silban, el agua pensando en voz baja.

Humberto Ak´abal junto a Gabriel Torres Chalk, autor del artículo

Ak’abal miraba como quien descifra la respiración de las cosas, sin temor ni prisa. Podía quedarse largo rato con el oído pegado a la mañana, como si del otro lado viviera un animal que aún no habíamos aprendido a nombrar. Si yo señalaba una gaviota, él sonreía y la escuchaba descender; si yo decía “piedras”, él oía su economía del habla: ese acuerdo mineral para no interrumpir el oficio del tiempo; si le explicaba la palabra “còdol”, tejía un silencio entre el mar y el horizonte.

Su poesía está hecha de hallazgos que no presumen. A veces caben en tres versos, a veces en el borde de una palabra, como una hebra de luz atrapada en el dintel. No son metáforas en sentido ornamental: son acontecimientos mínimos. Un perro no simboliza la noche; la noche ladra. La lluvia no recuerda a alguien; alguien vuelve cuando la lluvia cae. Cada poema de Ak’abal parece nacido de un gesto primario: poner el oído. Después, con una paciencia de artesano, de escultor, desbasta lo que sobra hasta dejar el pulmón del mundo a la vista. Recuerdo, con nostalgia, su definición de la isla de Ibiza como salamandra blanca.

En Cala d’Hort el viento se entretenía con nuestras camisas y los caminantes, todavía domésticos, pedían café con la solemnidad de quien invoca oráculos. Humberto reía bajo, esa risa que ensancha la sombra de las sombrillas, y contaba anécdotas, colocando piedras mínimas para marcar un sendero. Pasábamos del jazz a las rancheras diluyendo fronteras artificiales desde el vínculo de lo universal: la amistad. Nunca daba lecciones. Disponía el silencio para que el aprendizaje ocurriera solo. Tanto que, cuando uno quería darse cuenta, ya estaba caminando distinto: el oído más bajo, los ojos menos rapaces, el paso más permeable.

Lo singular en su voz —esa mezcla de lengua k’iche’ y español— no era un hacer exótico lo propio, sino un pulso doble, una respiración anfibia. La lengua de su pueblo no “ilustraba” una identidad: la encarnaba. El castellano no “traducía” sus imágenes: las acompañaba como quien acerca agua a una raíz. En él no había poética de vitrina; había oficio: tejer palabras sin que pierdan el olor a humo, a mazorca, a leña húmeda. Por eso muchos de sus libros suenan a la creación del artesano, del alfarero, del ceramista con el barro, la arcilla, el adobe. Sus libros parecen tejidos a mano: Ajyuq’ / El animalero, Tejedor de palabras… títulos que huelen a ese oficio de artesano modulado por destellos geniales o mágicos. No se trata de ornamento indigenista: se trata de ritmo de subsistencia, de nombrar sin domesticar. En Ak’abal la imagen no ilustra: acontece. Por eso sus poemas, breves y exactos, dejan esa vibración que se queda en las manos tras tocar un tambor.

Si alguna vez le escuchaste leer o recitar —esa voz que parecía haber dormido al raso— sabrás que su intensidad no pasaba por levantar el volumen, sino por aumentar la precisión. Y la precisión, en Ak’abal, era una forma de la ternura. Ternura no azucarada, sino intuida: un cuidado por la vida que empieza en lo pequeño. La ética le nacía de ese mismo lugar. No necesitaba proclamas: le bastaba el oído. Quien sabe escuchar no se precipita en la violencia de nombrar por encima del otro. Y esa es, quizá, la más política de las delicadezas.

Humberto tenía el don del humor que no hiere. En medio de alguna conversación solemne, soltaba un guiño que nos bajaba de la estatua. Recuerdo que, al pasar un velero, dijo algo así como: “Mira, un pez que aprendió gramática.” Reímos. Pero quedó la idea: que aprender una lengua es, en el fondo, aprender una hidrodinámica —saber cuándo desplazarte, cuándo hundirte un poco, cuándo dejar que la corriente haga su trabajo. Sus poemas practican esa gramática del agua: no empujan; fluyen con la exactitud de quien conoce el cauce: la vida, con sus síncopas, con sus silencios, con su jazz.

También sabía callar, como las piedras. Ese saber es raro y precioso en tiempos que premian la estridencia, el consumo veloz, la preocupante banalización de todo. A su lado uno entendía que el silencio no es negación, sino fermento. Que del silencio sale el pan. Que una palabra bien colocada puede sostener una casa, un día, una amistad, un vínculo, una memoria. Y que el poema —cuando lo es— no representa la realidad: se vuelve un pedacito de realidad que nos acompaña en el bolsillo, en el corazón.

Leerle hoy es aprender una pedagogía de lo pequeño, de lo cotidiano. En tiempos que exigen grito, Ak’abal elige lo audible: un crujir de hojas, un hilo de agua, el aliento de un insecto. No es quietud: es política de la atención. En el centro, una ética sin pancarta ni aspavientos: el mundo no es material para nuestras metáforas; somos nosotros material, tejido, de su respiración.

Pienso ahora en aquellos minutos de sal queriendo el diálogo. Quizá por eso nos entendimos: porque la costa entera conspiraba para que no hiciéramos otra cosa que aprender a oír. Él ponía el ejemplo, yo intentaba seguirle. En su presencia, el mundo adquiría altura de oído: la sabina dejaba de ser árbol para ser sombra en manos del viento; la ola dejaba de ser vista para ser sílaba insistente; el día dejaba de ser paisaje para ser pulso. Es imposible salir igual de una escucha así.

Si tuviera que decirle a alguien por dónde entrar a su obra, le propondría lo que él proponía sin decir: enciende temprano el oído. Lee en voz baja, como si te escuchara una criatura tímida. Elige tres poemas al azar y déjalos hacer su trabajo: afinarte. Ojo: no busques una gran revelación mística ni un exótico museo de fauna sagrada. Busca, simplemente, lo que respira. Déjate tocar por lo que pasa desapercibido: un zumbido, un rastro, una paciencia.

Cuando nos despedimos aquella tarde, el sol empezó a escribir su propia caligrafía anaranjada en el agua. “Las piedras no son mudas,” volvió a decir, “sólo están creando.” Y yo entendí que ese trabajo es también el nuestro: guardar, no acumular; decir, no explicar; escuchar, no vigilar. Desde entonces, cada vez que un día amanece limpio y salino, vuelvo a la salamandra, vuelvo a esa arena en Cala d’Hort y repito para mis adentros la lección: que un poema verdadero no se “lee”; se habita —como se habita la sombra fresca, como se habita el rumor de una sabina, como se habita el silencio de un còdol —de un guijarro— que, en secreto, nos está enseñando a hablar.

Ak’abal no necesita pedestales: necesita caminarse. Léele al alba, antes de que la ciudad imponga su sintaxis. Deja que cada texto sea un animal que se te acerca sin miedo. Y si alguna vez, como a mí, te rozó su presencia, sabrás que su poesía no pretende consuelo sino afinación: para el oído, para el corazón, para la tierra.

Por Gabriel Torres Chalk

 

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