WO!MAN: UN GOLPE EMOCIONAL / UN TANGO TORCIDO

Dibujo: Harlem Nocturne, Gabriel Torres Chalk
Imagina el escenario: un club que no presume, una luz ámbar que no quiere ser Instagram, un camarero que lleva el silencio como si fuera un vaso caro. En la esquina, alguien deja caer la aguja. Y entonces comienza “Transmitting” creando el espacio y la historia, como una puerta de madera de cerezo vieja que aún sabe crujir con dignidad. Kühn toca y no acompaña: edifica. No pone alfombra; pone suelo. Un motivo de tonos folk, áspero y luminoso, que avanza como quien sube una colina sin dejar de mirar atrás. The Guardian lo cita como uno de los grandes momentos del álbum, y tiene sentido: es el tipo de tema que no te pide atención, te la toma de la muñeca.
El piano es arquitectura del paisaje interior: levanta habitaciones con dos acordes, abre pasillos con una síncopa, deja caer una llave en el suelo para que el oyente entienda que el silencio también es un instrumento y un recuerdo. Kühn tiene esa cualidad rara de los pianistas que se saben el mapa pero improvisan el clima: una cartografía del corazón. Puede parecer visual sin ponerse ceremonial, y puede desembocar en el blues sin disfrazarse de nada: lo toca como quien cruza una frontera con el mismo pasaporte emocional de siempre.
Hay discos que entran en una sala con sigilo y elegancia: sin hacer ruido, pero cambiándolo todo. Wo!man —la alianza entre Joachim Kühn y Archie Shepp— suena así: como si el jazz, cansado de hacerse el duro, se sentara al borde de la cama y dijera: ven, te lo cuento con calma. Es un álbum de dúo, sin red, sin batería que amortigüe el salto: dos cuerpos sonoros, dos biografías densas, una conversación que a ratos parece caricia y a ratos juicio sumarísimo. Recordemos que fue grabado en el Studio de Meudon (Francia) en noviembre de 2010 y publicado en 2011.
El saxo de Archie Shepp no viene a demostrar nada. Viene a recordar. Trae ese timbre suyo —robusto, a veces hueco, flexible— capaz de sonar como alguien que ha visto demasiadas cosas y aun así decide crear. En una misma frase puede haber un trazo de Coleman Hawkins, un guiño a Ben Webster y, en el borde del labio, el polvo multifónico de una época en la que el new thing era también un manifiesto. Esa mezcla —la balada y el incendio— es central aquí.
“Nina” (Shepp) se enciende como un cigarro elegante: no hace falta nombrar a Nina Simone para sentir que el tema camina con su sombra prodigiosa y su energía. El fraseo se curva, se vuelve humo, y de pronto te das cuenta de que este disco tiene un secreto: no busca la nostalgia; busca el pulso. Y el pulso, cuando es real, no envejece: cambia de traje.
Aquí hay algo de altar íntimo, secreto. Hay algo de ritual en la invocación. La pieza es de Archie Shepp, y no es un capricho nominal: es una dedicatoria explícita a Nina Simone. En el estudio de Meudon, 2010, podemos imaginar a Kühn y Shepp hablando de ella antes de grabar: la Nina que convertía standards en armas cargadas de futuro, la que hacía del piano un tambor de guerra y un reclinatorio al mismo tiempo: esa fruta extraña. Shepp sabe lo que significa cantar desde la herida; Nina, para él, es casi una pariente espiritual.
“Nina” no es una elegía triste, sino una celebración con los dientes apretados: los críticos la describen como una balada libre que “se enrosca y humea”, luminosa y festiva, más cercana a un canto de resistencia que a un suspiro nostálgico.
Rítmicamente, el tema tiene algo de tango torcido: un balanceo que no llega a ser marcial, pero tampoco se deja caer del todo en el swing clásico. Hay un paso lateral, una especie de arrastre en la base, del que se han hecho eco crónicas francesas: “Nina”, dicen, avanza sobre un pulso casi tanguero, espectacular, que le permite a Kühn desplegar un piano vehemente sin perder el control.
Esa mezcla es clave: el tema nace de Shepp, pero la manera en que Kühn lo articula, con esa energía áspera, le da a la pieza dobles espejos.
Escuchado de cerca, “Nina” suena como si dos tradiciones se estuvieran estrechando la mano encima de un piano: por un lado, el jazz afroamericano que Simone llevó a la frontera entre gospel, canción protesta y clásico; por otro, esa escuela de espacios y visiones de Kühn, más sombría, más concentrada. No intenta ser una versión de nada de Nina Simone, ni reconstruir su repertorio; lo que hace es algo más raro y precioso: captura el gesto de Nina, esa decisión radical de no separar belleza y peligro.
En un disco lleno de guiños a la historia del jazz —de Ellington a Ornette Coleman—, este tema funciona como una pequeña capilla lateral: si entras ahí, te das cuenta de que Wo!man no es sólo una lección de estilo, sino también un reconocimiento silencioso a quienes hicieron posible que hoy dos artistas puedan tocar así.
Llega “Drivin’ Miss Daisy” y el álbum, sin pedir permiso, se vuelve callejero. The Guardian lo describe como un encuentro de tenor “squawky” —ese graznido humano, entre protesta y risa— con una improvisación de piano que huele a blues largo y a carretera. Aquí Kühn no se pone fino: se pone honesto. Hay teclas que parecen piedras, y otras que parecen agua. Shepp fuerza el aire, lo ensucia un poco —porque la limpieza, ya se sabe, a veces es propaganda— y el resultado es una alegría con cicatriz. No es el swing de postal: es el swing de quien ha pagado el alquiler.
El centro del álbum —“Monette”— lleva el nombre de Monette Berthomier, coordinadora artística del proyecto. Y aquí el disco se permite ser íntimo sin volverse blando: el piano abre espacio, el saxo no ocupa: habita. Es una pieza donde se nota que estas dos voces no están compitiendo por el foco. Más bien parecen dos lámparas distintas iluminando la misma realidad.
Y cuando aparece “Harlem Nocturne”, el track hace algo precioso: baja la voz. Ese estándar se vuelve un pasillo nocturno y el dúo lo recorre con elegancia de cine negro, pero sin gabardina barata. Es el tipo de tema donde Shepp demuestra que su ferocidad no era falta de lirismo: era exceso de realidad —que es distinto. Es el corazón noir del asunto. Ese tema tiene un caminar de calle mojada: el saxo es un farol visto desde lejos y el piano es la lluvia.
Luego, el golpe emocional: “Lonely Woman”. Ornette Coleman escribió una melodía que parece una pregunta sin dueño, y aquí queda ecoingly desolate, desolada de eco, como apunta The Guardian. Shepp la pronuncia como si estuviera leyendo una carta en voz alta y, al mismo tiempo, quemándola. Kühn, por debajo, no subraya: ilumina. Y esa diferencia —subrayar vs. iluminar— es, en el fondo, la razón por la que es una obra de arte.
All About Jazz lo resumió con una frase feliz: Wo!man es romanticismo sin pastel, con cinco originales firmados por Shepp/Kühn y tres estándares (Ellington, Ornette, Hagen/Rogers). Es romántico como un pacto donde la mente ilumina al acantilado. Como dos artistas mayores que ya no tienen tiempo para postureos, y por eso pueden permitirse la ternura.
La recta final —“Segue” y “Sophisticated Lady”— parece culminar un arco: de la transmisión (el inicio) a la sofisticación (el final), pero sin moraleja. Sophisticated Lady (Ellington) no sale como un himno; sale como una figura que tarda en decidir si cruza esa puerta de cerezo.
Este disco no grita sus verdades. Las deja encima de la mesa, como una llave. Un álbum donde el virtuosismo está al servicio de algo raro hoy: el carácter. Un encuentro entre universos sin folclore de aeropuerto: dos lenguajes que se entienden porque no intentan traducirse demasiado. Un dúo que suena a conversación real, con interrupciones, pausas, malentendidos productivos y reconciliaciones súbitas, con salinas y con grafitis en los metros, con la memoria pegada al cuerpo.
Algo nocturno y atemporal dibujado por el corazón en los ojos de la musa.
Wo!man suena cercano. No por falta de ambición, sino por exceso de humanidad.
Un dúo así te pone delante de un espejo: o entras en el tono, o te quedas fuera. Y cuando entras, notas la trampa preciosa del disco: no está hecho para que admires la técnica, sino para que escuches lo que la técnica ya no puede ocultar.
Y quizá por eso el título, con esa exclamación clavada en el centro (Wo!man), no es un adorno tipográfico: es la marca de una grieta. No es un concepto. Es un camino. Y el jazz —cuando es de verdad— siempre termina hablando de eso: de vidas y de sueños.
La luz de unas farolas quieren crecer a medida que ascienden las escaleras flanqueadas por los sauces. Es una noche de esas de llovizna muy fina con leve niebla. Mientras camino me visitan estos versos reflejados en alguna parte:
Harlem in the rain
A sax blade through the low fog
Piano: a puddle.
Por Gabriel Torres Chalk
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