LEIRE BILBAO: DEL LODO A LA LUZ O DESTINO COMPARTIDO
Cuando el Ministerio de Cultura anunció que Leire Bilbao (Ondárroa, 1978) había recibido el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil 2025 por su obra Klera, la noticia sonó como un aldabonazo en el corazón de la literatura vasca y en la memoria de quienes la han leído: no era solo un premio, era la constatación de una voz que crece a contracorriente, que se expande con la naturalidad de las mareas y la firmeza de la roca. Para quienes siguen su obra, esta victoria no es un destello aislado, sino la continuación de un pulso literario que hace tiempo camina en tensión creativa y delicadeza.
Klera no es un libro al uso, sino una pieza coral: ilustraciones de June San Sebastián, música de Maite Larburu, coreografías de Kukai, vídeos de David Bernués. Una obra expandida, un artefacto donde palabra, sonido e imagen se hilvanan como una red que atrapa lo invisible. El jurado destacó su “belleza poética” y la valentía con la que aborda temas crudos —la guerra, la muerte, la fragilidad— haciéndolos comprensibles, incluso luminosos, para el lector joven. Una obra valiente, original y ambiciosa, no carente del riesgo que le pedimos a todo paso adelante. En tiempos de ruido Klera propone escucha. Es, en realidad, un dispositivo transmedia: texto que se expande en pantalla, voz que se incorpora o convierte en cuerpo, lectura que se vuelve experiencia compartida.
Pero para quienes conocen a Leire Bilbao, este reconocimiento no sorprende. Su trayectoria lleva años edificando un territorio singular. Anteriormente nos entregó Ezkatak (2006), Scanner (2011), Entre escamas (2018) y Etxeko urak (2020, traducido como Aguas madres), donde la maternidad y el cuerpo se convierten en oráculos de la memoria y la identidad. Su escritura transita de lo íntimo a lo colectivo con una precisión que hiere y cura al mismo tiempo.
La poeta convierte las huellas físicas —la sangre, la leche, el agua oscura del posparto— en símbolos universales de lo humano. Lo doméstico se vuelve rito; lo cotidiano, revelación. Su poesía funciona como una grieta por la que se filtra lo íntimo hacia lo colectivo: la experiencia de una mujer concreta se transforma en un canto compartido, donde la vulnerabilidad no debilita sino que ilumina. La maternidad, lejos de ser un mero tema biográfico, aparece como metáfora del origen y del tránsito, un lugar donde se ponen en juego las tensiones entre vida y muerte, silencio y palabra, dolor y cuidado. Y aquí radica una enorme coherencia, teniendo en cuenta que se enhebra una red intensa entre destino y lo colectivo.

Portada del libro ‘Zona Zero. Danaemas. Del lodo a la luz’.
Con una dicción precisa, Bilbao logra lo improbable: que el poema hiera y sane en el mismo gesto. Sus versos son bisturí y bálsamo, incisión y sutura. Y en ese vaivén, el lector reconoce que lo personal es también político, que el cuerpo de una mujer es archivo, raíz y mapa, y que cada parto, cada herida, cada agua madre, late en todos nosotros.
Esa dimensión comunitaria ya había asomado con fuerza en la antología Zona Zero. Danaemas: del lodo a la luz, donde Bilbao participó junto a otros 28 poetas de distintas nacionalidades en un proyecto urgente y solidario de Melqart Editorial. Allí, en medio de la tragedia, del barro y la devastación de la DANA, su voz se sumó a un coro de rapsodas que apostaba por la reconstrucción, por la poesía como forma de respuesta, resistencia, reinvención, libertad, esperanza. De algún modo, Zona Zero fue un anticipo del destino, o del espíritu de Klera: transformar la herida en canto, la fractura en raíz.
Así, el premio de hoy no se limita a celebrar una obra concreta: señala el lugar que ocupa Leire Bilbao en la literatura contemporánea. Entre la poesía y la narrativa, entre lo infantil y lo adulto, entre el euskera y el castellano, su palabra actúa como un puente. Una escritura que no teme entrar en la oscuridad para destilar allí un fulgor: una voz capaz no solo de iluminar tanto la mirada de un niño como la de un lector adulto, sino precisamente de burlar la rutina de la mirada.
Por Gabriel Torres Chalk