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MI ABUELO ENRIQUE VIII (II)

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Abuelo. Autor: Gabriel Torres Chalk

El gramófono de mi abuela Phyllis Opie suena todavía en ciertos rincones de mi memoria. Una voz que emerge entre discos de pasta y bucles sentimentales. Ella misma, encarnada, incorporada -como quien entra a escena sin anunciarse- en Anne Boleyn durante la representación anual del Cortejo Real.

Y allí estaba ella: la Phyllis reina, con collar de perlas falsas, señalando con teatral desdén al tendero del pueblo que hacía de Thomas More. (Al que, por cierto, también terminaron decapitando simbólicamente con una baguette congelada en la versión de 1997).

El desfile comenzaba cada año puntualmente a las doce y cuarenta y cinco del mediodía, porque así lo había estipulado el Rey (mi abuelo) en su testamento, junto a otras instrucciones menos razonables, como la de bendecir el sistema de riego con una ramita de romero y dos versos de La Tempestad. El pueblo entero se reunía, vestidos de cortesanos, obispos, bufones y algún que otro pirata que había leído mal la convocatoria.

En el centro de todo: el carro real. Una carreta reciclada de la cooperativa agrícola, forrada con terciopelo rojo (en realidad, un sofá del vertedero municipal), y tirada por dos mulas viejas llamadas Cromwell y Winston que se negaban sistemáticamente a avanzar si no escuchaban antes un solo de gaitas. Encima del carro, mi abuelo Leslie Chalk en persona, o mejor dicho, su efigie articulada de cartón piedra, con corona reciclada de latas de sopa Campbell y un cetro hecho con el palo de una escoba y la cabeza de un peluche. Su verdadero cuerpo, en cambio, desfilaba a pie, detrás del carro, vestido de tabernero renacentista y repartiendo vasos de sidra caliente con un entusiasmo casi ilegal.

A su lado, la abuela Phyllis, reencarnada una vez más en Anne Boleyn, con un peinado tan alto que tenía que agacharse para pasar por debajo del arco de la panadería. Su papel era mirar al pueblo con una mezcla de altivez y complicidad. Y a veces, si alguien lo merecía, lanzar una mirada que podía cortar un salchichón de color sospechoso en rodajas iguales. El resto del cortejo lo componían los notables del pueblo: el carnicero disfrazado de cardenal Wolsey, el farmacéutico como Jane Seymour (nadie tuvo valor de decírselo), y un niño que lloraba todos los años porque le vestían de trono.

El desfile atravesaba la calle principal mientras los altavoces reproducían, por error y con regularidad, la banda sonora de Star Wars. Pero nadie se quejaba. En este pueblo, la realidad y la representación se funden con mantequilla y levadura.

Y así, entre ovaciones fingidas y gestos grandilocuentes, mi abuelo volvía a ser Rey. No por nostalgia. Ni por vanidad. Sino porque, en el fondo, cada uno necesita su propio teatro para no disolverse en la nada. Y el suyo, con babuchas y todo, era de primera fila.

Cuando mi abuela Phyllis quería cabrear a mi abuelo, cosa que hacía con una precisión casi coreográfica, subía el gramófono a toda potencia y, de pie sobre el escabel, recitaba a pleno pulmón la arenga de Henry V antes de la invasión de Francia: “Once more unto the breach, dear friends, once more…” Lo hacía con tal convicción que las cucharillas temblaban en las tazas. El gato huía. Y mi abuelo, con la mandíbula tensa, murmuraba: “Ese usurpador flacucho…” Porque él era, por supuesto, un hombre de Henry VIII. El rey carnal. El rey de las seis esposas y los muchos platos. El hombre que abolía lo que no entendía, y a veces, también lo que entendía demasiado bien. Así que mi abuelo contraatacaba. No con violencia. No con gritos. Con estrategia. Entraba en la sala, vestido con su bata de terciopelo y la copa de coñac en la mano, se plantaba frente al retrato de Holbein y recitaba, muy despacio, como si invocara a un demonio conocido: “To none but God will I yield mine authority.” Luego apagaba el gramófono con una reverencia. Y se retiraba triunfante con la nariz muy roja, como si hubiera reconquistado Normandía desde el pasillo de una copa de oporto Sandeman.

A veces, después de estas batallas domésticas, se miraban con una chispa extraña. No de odio, no de reconciliación, sino de una especie de pacto silencioso: el acuerdo tácito de que un matrimonio es, a fin de cuentas, un duelo ritual entre dos actores que se aman demasiado como para dejar de fingir.

 

Crónica del Último Rey

En bata y con sublimes babuchas reinaba mi abuelo,
su cetro era un bastón, su trono el inodoro.
Mandaba en el salón con gesto de gran toro
y hablaba como un Rey, mas roncaba a su anhelo.

La abuela lo asediaba con versos y desvelo,
y al grito de ¡Por Francia! temblaba hasta el florero.
Él respondía altivo, teatral y sincero:
¡Un rey no se arrodilla, ni ante el propio cielo!

Holbein le retrató, lo juro, en otra vida.
Le vi beber en verso y comandar en prosa,
declarar la cena y abolir la siesta.

Fue mi rey sin corona, mi locura erguida,
su reino: la buhardilla, su ley: la mariposa,
y su última palabra: ¡Que me suban la orquesta!

 

Archibald De Plumworth, cronista oficial del Reino de Chalkshire, a la sombra de una anacrónica higuera municipal y con una copa de Glenrothes en la mano.

 

GABRIEL TORRES CHALK

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Imagen Abuelo. Autor: Gabriel Torres Chalk

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