MARIO VARGAS LLOSA: EL ÚLTIMO LEÓN DE LA REPÚBLICA LITERARIA
Con Mario Vargas Llosa, a la vez se apaga y se vuelve a encender una voz que durante más de medio siglo encarnó la intensidad de la literatura hispanoamericana: su fiebre, su lucidez, sus contradicciones, su elegancia, su originalidad, su música. Vargas Llosa fue más que un novelista extraordinario. Fue un cartógrafo de los abismos del poder, un cronista del deseo, un animal político y literario que nunca se escondió tras el telón de la niebla.
Cuando tuve en mis manos La casa verde, yo era un joven estudiante. Recuerdo que amasaba el libro como si tuviera una estrella, sabiendo el doble viaje que me esperaba. Con el tiempo pasando a lo largo de la ventana del tren, no tardé en quedar fascinado por la dificultad formal de lo que estaba leyendo, junto con un lenguaje a veces entre cercano y lejano —“Me picaron cuando me metí a la cocha a sacar la charapa que se murió”—, que me invitaban a ir y conocer. Me invitaba a saciar mi hambre de mundo. Porque si hay algo que agradece un lector es que el autor controle el material que se va a narrar: yo estuve allí.
Desde entonces, cada vez que tomo un tren, vuelve la casa verde, vuelven las sensaciones, los olores, los sonidos, y la poesía de ese viaje. Es decir, no sólo lo que estaba leyendo en ese momento sino, y sobre todo, mi reacción a lo que estaba leyendo en contexto. Y en eso consiste la magia de la literatura. Del arte.
Cuando publicó esa misma novela en 1966, Julio Cortázar le escribió una carta que aún hoy ilumina. En ella decía: “No sé explicarme mejor, pero pienso que mientras hilvanabas los temas, los subtemas, las infinitas recurrencias y resonancias de la novela, entraste sabiéndolo o no en una dimensión musical.”
Y tenía razón. Esa “dimensión musical” era más que estilo: era ritmo vital, eran pulsaciones, sonidos y silencios que capta alguien con una gran sensibilidad. Vargas Llosa no solo construyó mundos narrativos, sino que supo orquestarlos. Su prosa, a veces torrencial, otras contenida como un susurro antes de la tormenta, tenía esa cualidad rítmica que distingue a los grandes: un oído interno afilado, una armonía secreta entre las palabras y el caos.
Tal vez fue el último gran león del boom. El que más lejos llevó la novela tradicional, desafiando estructuras y experimentando sin perder nunca el control. Se observaba ya desde temprano la lectura de grandes narradores como Joyce o Faulkner, y por supuesto de José Eustasio Rivera o Juan José Arreola, aunque a la historia a veces le cueste llevarles a las universidades. Creo que es honesto decir que su obra es vasta, poliédrica, a veces incómoda, siempre viva. Vargas Llosa escribió como quien libra una batalla: con inteligencia, con obsesión, con fe, y en ocasiones, con magia. Aun en sus posturas más discutidas, mantuvo una ética del lenguaje que no se rinde, sostenida por un trabajo de documentación serio y riguroso que siempre es de agradecer.
Hoy su muerte deja un vacío, pero también un legado: un cuerpo literario que seguirá inspirando, discutiendo, incomodando y deslumbrando a generaciones futuras. Ya no está entre nosotros, pero sus libros siguen respirando, vibrando con esa “dimensión musical” que Cortázar supo ver antes que nadie.
El tren sigue su marcha, las páginas crujen al pasar. Y en algún lugar del mundo, un joven lector con hambre de mundo abre por primera vez La casa verde. Ahí estás tú, otra vez, abriendo y cerrando el ciclo en la eternidad del cerezo.
Gracias, Mario, “Porque ni la inundación, ni la sequía, ni las plagas detuvieron la gloria creciente de La casa verde.”
MELQART EDITORIAL
#VargasLlosa